El fantasma de Canterville

El fantasma de Canterville

Cuento clásico: El fantasma de Canterville

 

Érase una vez un acaudalado hombre, llamado señor Otis, que quiso comprar un antiguo castillo en Londres: el castillo de Canterville, a pesar de que muchos le habían advertido de que cometía un completo error, pues el castillo estaba embrujado. Tan solo el ama de llaves se había quedado allí, ya que el resto de trabajadores habían salido huyendo, dadas las tropelías que un misterioso fantasma cometía una y otra vez.

El hombre, nacido en Estados Unidos, presumía de proceder junto a su familia del país más valiente y avanzado del mundo, por lo que no solo no se mostró aterrado con la idea del fantasma, sino bastante atraído:

  • Me quedaré con la casa, no hay problema—Dijo el señor Otis al vendedor con una gran sonrisa—. En Estados Unidos nos gustan mucho este tipo de historias, por lo que un castillo con fantasma es perfecto.

 

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Así fue cómo se concretó la compra y la familia se mudó al castillo de Canterville para pasar una temporada en la propiedad: el señor Otis, su señora, sus hijos varones y su hija Virginia. Y en un principio todo iba viento en popa, pues el castillo era muy cómodo y bonito, pero muy pronto sucedió lo advertido, y en la alfombra principal apareció una mancha roja.

  • ¿Qué es esta mancha de la alfombra? —Preguntó la señora Otis—. Niños, ¿alguno de ustedes ha dejado caer su sopa?
  • No se trata de ninguna sopa, señora —Dijo el ama de llaves—. Se trata de la sangre de la esposa de Simón Canterville, el fantasma del castillo.
  • ¡Dejad que la limpie yo! —Dijo el hijo mayor de los Otis—. Tengo un producto de limpieza extraordinario que acaba de llegar de nuestro país.

El muchacho se puso entonces a la labor y pronto pudo hacer desaparecer la mancha, aunque al día siguiente volvió a aparecer, volviendo de nuevo a limpiarla. Y así pasaron los días y la mancha nunca dejó de aparecer, aunque sí fue cambiando de color, dejando de ser roja y pasando a ser púrpura, amarilla, azul o incluso verde.

Más tarde, en una noche lluviosa, el señor Otis se levantó para ir al baño, cuando de pronto escuchó el sonido de unas cadenas y una voz fantasmagórica. ¡Se trataba del fantasma de Simón de Canterville! Pero, en lugar de asustarse, el señor Otis recriminó al fantasma todo el ruido que hacía:

  • Por favor, señor fantasma, ¿no se da cuenta usted de la hora que es? No es momento para estar haciendo esos ruidos en un castillo donde todos están durmiendo. Venga y le daré un maravilloso producto que nos trajimos de Estados Unidos para acabar con el óxido y el chirrido de esas cadenas.

El fantasma, atónito, no supo qué hacer ante aquella respuesta y se alejó, caminando como una sombra por el pasillo, y con tan mala suerte de toparse con los dos hijos del señor Otis, que le vieron y le lanzaron sus almohadas. Así, golpeado con virulencia, Simón de Canterville salió corriendo hundido y humillado por los jóvenes. ¡Qué se creía esa gente! ¡Nunca le habían tratado así! Pero cuando quiso volver a asustar mejor a la familia, se tropezó y se cayó encima de una armadura vieja, provocando un gran desastre.

 

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  • ¡No sea ridículo, señor fantasma! —le dijo el señor Otis—, ¿no ve que su edad no le permite hacer ese tipo de cosas? ¡Tenga dignidad!

De nuevo había sido humillado por las palabras del nuevo señor de Canterville, el fantasma se dio por vencido, encerrándose en el sótano de la casa con la idea de no salir más, aunque con la misma mancha en la alfombra cambiando de color continuamente como único signo de su presencia. Y así pasaba los días el fantasma, muy triste y observando sin parar los árboles por una pequeña ventana, cuando de pronto apareció en el sótano la hija de los Otis, Virginia:

  • Pareces muy triste, fantasma.
  • Es porque lo estoy, ya nada tiene sentido para mí.
  • ¿Es porque no puedes ser malo con nosotros?
  • ¡Yo no soy malo! ¡Yo solo hago lo que hacen los fantasmas!

Y Virginia se conmovió por la mala suerte del fantasma, preguntándole:

  • ¿Tienes hambre? ¿Te gustaría comer algo?
  • Claro que tengo hambre, pero no puedo comer, soy un fantasma.  Hace 300 años que no como ni duermo nada, ni puedo salir de aquí.
  • ¿Y cómo podría ayudarte, fantasma?
  • Si en verdad quieres ayudarme, entonces reza por mí. Tu eres una mujer inocente, llena de bondad y ternura, así que si tú rezas por mí, seguro que yo podré marchar y descansar en paz.

 

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Entonces la pequeña Virginia, que era muy valiente, asintió y se arrodilló, rogando por el alma del fantasma. Acto seguido, el fantasma de Canterville la cogió de la mano y, llevándola a través de un pasillo, desapareció. Al día siguiente la familia buscó a Virginia por todos lados, pero no la encontraron. Parecía que había desaparecido para siempre pero, cuando el reloj dio las doce campanadas, Virginia apareció, saliendo de una extraña pared.

  • ¡Oh, querida Virginia! ¡Temíamos lo peor! —dijo su mamá llorando, mientras abrazaba fuertemente a su hija— ¿Dónde has estado todo este tiempo?
  • Estaba con el fantasma —respondió Virginia—, pero se ha ido feliz y ya no va a volver.

Y después de aquello, y ante la sorpresa de sus padres y hermanos, la casa estuvo mucho más tranquila. El castillo de Canterville había perdido para siempre a su único fantasma, que pudo por fin abandonar el castillo y vagar por el cielo en paz.


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